Para no equivocarse en Madrid

El sustanciero. ¡Quieeen quiereee sustanciaaa para el pucherooo!

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El sustanciero. La guerra civil española, además de radicalizar las dos Españas, como todas las guerras, trajo destrucción masiva, odio entre hermanos, muerte, desolación y penuria extrema. Hambre brutal y dramático por carencia de alimentos ni recursos para adquirirlos. Con este panorama de miseria, escasez y privaciones, surgió un fenómeno singular, que la mayoría de la gente ignora, propio de aquellos tiempos de necesidad y estrecheces. Se conoció como el sustanciero. Un hombre que iba por las calles como el afilador, boceando su mercancía y alquilándola. Provisto con un hueso de jamón o vaca atado con un cordel, iba por las casas introduciéndole en las ollas reloj en mano, para dar sustancia y sabor a las comidas a un precio convenido. [caption id="attachment_50911" align="alignright" width="166"]Paleta ibérica de bellota Paleta ibérica de bellota[/caption] Según algunos escritos que he leído de Camba y Álvarez Solís, los sustancieros iban por las ciudades y pueblos boceando: ¡sustanciaaaa! ¡Quieeen quiereee sustanciaaa para el pucherooo! Parece que el precio de entrada en el puchero era a peseta el cuarto de hora. “Deme usted una perra gorda de sustancia, pero a ver si me la sirve usted a conciencia, que el domingo pasado lo retiró demasiado pronto. No tenga usted cuidado señora, ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy”. Reloj en mano, cuando llegaba el tiempo convenido, el sustanciero tiraba del cordel, reclamaba su dinero y se iba con el hueso a otra parte. Claro, no era lo mismo aparecer con un hueso a estrenar, que llevar un hueso con menos sustancia que la propia soga. Porque claro, el sustanciero no era para todos los días, añadir sustancia a un puchero con patatas y alguna verdura suelta, no se hacía todos los días. Curiosamente, la gran guerra mundial trajo otra especie de sustanciero americano, aunque más conceptual que real, porque el asunto tenía poca sustancia. Según se refiere la revista Time, a la hora del postre en los grandes hoteles americanos, aparecía un señor con un trozo de roquefort auténtico y por unos 50 centavos persona, lo daba a oler a los comensales. Finalizado el servicio, lo envolvía en un trapo húmedo y se lo llevaba hasta el día siguiente. Sin duda el roquefort estaba bien seleccionado por su capacidad para transportar con el olfato a un edén gastronómico soñado en tiempos de hambre. Pero no sé si no provocaría un efecto contrario, por su irrefrenable deseo de comerlo. En fin, es difícil de valorar esta situación desde la perspectiva de un mundo desarrollado como el nuestro. Pero también es cierto que uno en un momento dado, podría pagar por el olor de una panadería o una confitería.     Alfredo Franco Jubete.

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